El Universal

Domingo 1 de junio de 1997

Un caballo de mar en el aire

Gustavo Tatis Guerra

Sólo a un ángel despiadado se le ocurre llevar un caballo de mar en las manos. Un caballo. Una maravilla.

Si un hombre lleva un caballo de mar al atardecer, es que los dioses se han quedado dormidos. Puede ocurrir lo inesperado. Si uno ve a un caballo a las seis de la tarde en Cartagena de Indias, corre el riesgo de volverse un niño. Los dioses también son imbéciles. Y la magia así al alcance de la mano, nos puede volver bobos.

No sé qué sentí cuando vi el caballo diminuto y disecado asomándose en las manos de Raúl Gómez Jattin. Los hombres estamos hechos con un barro huidizo y breve. Sólo a los niños y a los poetas de verdad, les seduce el diablo. El cielo es como un disco rayado. Aburrido y repetitivo. El infierno es siempre una novedad. Interesante. Que lo digan los niños. Es que el diablo tiene una flauta y una música finísima. Quien oye esa música, ya no podrá ser el mismo. Raúl iba por la calle mostrando su caballo de mar a las muchachas que salían del colegio. Cuando pasé y lo saludé, él me dijo: "Guarda ese caballo de mar. Es para ti". Pero me pregunté cómo podía desprenderse de ese caballo que era él mismo. Sólo a un ángel endemoniado se le ocurre dejar tirado por la calle su caballo. Sólo a Raúl que tiene ojos de caballos. ¿Jamás viste sus ojos que atravesaban el aire? Una vez me dijo que los niños autistas eran unos verdaderos poetas. De su soledad que emerge del cascaron de los silencios, flota el mundo. Ellos viven en la pura metáfora.

Había visto esos ojos por primera vez, muy cerca del río Sinú que era ya una serpiente lenta y dormida. Una serpiente de aguas sucias y de olvido. Yo era casi un niño. Cruzaba por la avenida y me di con el cuerpo gigantesco de Raúl Gómez Jattin en Montería. Un hombre de casi dos metros de altura, con la esbeltez de un árabe de cabellera dorada. Creí que era un vikingo en tierra. Me dijo que me había visto en una galería. Me invitó a comer helados. Tenía una carcajada de caballo en una cristalería. Tuvimos que irnos de allí porque todo el mundo nos atravesaba con la mirada. Nos fuimos. ¿,Adónde? A la orilla del río. Estaban mojadas las orillas. Nos subimos a una ceiba a conversar. Me habló del teatro, su fascinación de siempre. Del teatro griego, de Shakespeare, de Ibsen, de la comedia de Aristófanes, de García Lorca. De un escritor fabuloso que había muerto recientemente - Alvaro Cepeda Samudio - que el adoraba y al que había llevado a escena un cuento que parecía escrito por él mismo: Las muñecas que hace Juana no tienen ojos. Nos volveríamos a ver. No supe cuándo. Pero años después, toque a su puerta en Cereté, en la calle Cartagenita, donde había transcurrido su infancia de pájaros y algodones y nubes lentas sobre el río. La mamá me advirtió: "Raúl esta loco". ¿Donde está? - le pregunté -. "En el cuarto del final". Entré. En el cuarto bailoteaba la hamaca. Le dije: 'Soy yo". Estaba barbado, con los ojos amarillos de tanto ver aquella puerta sobre un patio, bajo las aspas del abanico. Me dijo: "Acompáñame a la cocina". Bajo la nube de humo, la mujer que paloteaba la olla de la sopa, fue sorprendida por la sentencia de Raúl: "Niña, échale un vasito de agua a esa sopa, porque ha venido un amigo".

Me enseñó el patio inmenso que había sido barrido por una mujer. El patio cuyas hojas amarillas y secas era lo mejor que recordaba. Pero ya el patio no parece sino un playón de abandonados. El patio que él cruzaba descalzo a recoger los mangos de la tarde. Esos mangos dulces y genuinos como su corazón de ángel, como su corazón de bestia Esos mangos caídos como su corazón sobre la soledad del universo. Una noche, enjaulado en su propio tormento, decidió echarle fuego a sus recuerdos.

Había vislumbrado a Dios, desde su propio infierno: Claro, de un blancor finísimo y con las alas doradas, con la misma lucidez visionaria con que se vio convertido en un solo verso. Con la misma pasión con que intuyó que el infierno y el cielo estaban en las líneas de sus manos. Que la divinidad era como una flor en la tormenta. Un loco inmenso que le dio gracias a Dios por hacerlo niño. Una metáfora dolorosa y luminosa de lo que tiene de esplendor la caída. ¿Un retrato de ese animal de espejismos que es el hombre?

Lo vi otra vez en las treguas de la locura, y me condujo a la pequeña habitación de la Medialuna, en donde dormía sobre una hamaca bajo las aspas de un abanico que parecía alcanzarle las orejas. Saco de una muda de ropa, un manojo de poemas en manuscrito, y los leyó. Eran sus poemas sobre el diablo. Siempre le había fascinado la imagen de ese diablo que tenía el poder de aparecerse cuando menos lo esperaban, que era capaz de seducir con su música, como el filo de una cuchilla. De ese diablo ángel que pervive en cada hombre. De ese ángel perverso que habita su poesía. Porque la belleza es demoníaca. Como esa piedra lanzada al estanque que borra la sombra del pájaro. No hay belleza que no se sostenga con sus propias vísceras.

Otro día me dijo que el monólogo interior estaba culminado por Franz Kafka. El que monologaba frente a las murallas, como escuchando al esclavo aniquilado debajo de la piedra, decía que quien intentara reiniciar un monólogo tenía que vérselas con Kafka.

Iba descalzo por las calles, con el cabello pintado de amarillo y una licra oscura. Y un vasito de café que había puesto sobre la gotera de un aire acondicionado, esperando la última gota para bebérsela. Antes de que la noche llegara, había intuido como podía ser la última franja de luz sobre las piedras. Se había imaginado ser eso, un solo verso, al lado de Lola Jattin, su mamá, y se había recordado navegando en su vientre, muy temprano. cuando ella se peinaba frente al espejo, y por la ventana entraba el viento de la ciénaga.

Alto, desdentado, hizo círculos de agua en la piel de la tierra.

Llevaba en una mano, como un talismán, su caballo, su caballito de mar amarillo y de ojos misteriosos, que había empezado a volar en el aire.

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[Marzo 6 de 1997]

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