Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío
por regiones lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes
al paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi
país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta tocar con
nuestros límites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía
de Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del planeta.
Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me
condujeron acontecimientos ya olvidados en si mismos, hay que atravesar,
tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país
con Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones
inaccesibles y nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos
tan solo los signos más débiles de la orientación.
No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro
compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata
-eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles
ríos, requeríos inmensos, desoladas nieves, adivinando
mas bien- el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban
conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes
follajes, pero para saberse mas seguros montados en sus caballo marcaban
de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes
árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso,
cuando me dejaran solo con mi destino.
Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes,
en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes
enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los
troncos semiderribados que de pronto eran una barrera mas en nuestra
marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y
a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución.
Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia
de mi misión.
A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás
por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos
si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente
por las glaciales manos del invierno, por las tremendas tormentas
de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero,
lo hunden bajo siete pisos de blancura.
A cada lado de la huella contemple, en aquella salvaje desolación,
algo como una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados
que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares
d viajeros, altos túmulos de madera para recordar a los caídos,
para hacer pensar que los que no pudieron seguir y quedaron allí
para siempre debajo de las nieves. También mis compañeros
cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las cabezas y
que descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas
inmensas, desde los robles cuyo ultimo follaje palpitaba antes de
las tempestades de invierno. Y también yo fui dejando en cada
túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada
del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.
Teníamos que cruzar el río. Esas pequeñas vertientes
nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza
vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras
y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas
insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua,
un vado. Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra
ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las
aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se
afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza
al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla,
los baqueanos, los campesinos me preguntaron con cierta sonrisa:
- ¿Tuvo mucho miedo?
- Mucho, creí que había llegado mi última hora
-dije.
- Íbamos detrás de usted con el lazo en la mano -me
respondieron.
- Ahí mismo -agrego uno de ellos- cayo mi padre y lo arrastro
la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted.
Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió
en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento
del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre
de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los pocos
pasos las cabalgaduras rebalan, trataban de afincarse en los desniveles
de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras:
más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las
rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos
empecinados el vasto, el esplendido, el difícil camino.
Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente,
como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada
pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara,
prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el cielo azul
arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.
Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico,
como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición
de sagrado tuvo aun la ceremonia en la que participe. Los vaqueros
bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada,
como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron
silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos
en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda
destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas
que encontrarían pan y auxilio en las orbitas del toro muerto.
Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos
amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña
danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada,
repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que
por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera
imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía
una comunicación entre desconocido y desconocido, que había
una solicitud, una petición y una respuesta aun en las mas
lejanas y apartadas soledades de este mundo.
Mas lejos y a punto de cruzar las fronteras que me alejarían
por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las ultimas
gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida
que era indicio cierto de habitación humana, y, al acercarnos,
hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones
al parecer vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al claror
de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la habitación,
cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de
día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del
techo un humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo
velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por quienes los cuajaron
a aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían
algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra
y las palabras de una canción que, naciendo de las brasas y
la oscuridad, nos traían la primera voz humana que habíamos
topado en el camino.
Era una canción de amor y de distancia dirigido hacia la primavera
lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, un lamento de
amor y de nostalgia dirigidos hacia la infinita extensión de
la vida. Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían
del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre.
¿O lo conocían, nos conocían? El hecho real fue
que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego caminamos dentro
de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de
ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos
sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos
acogió en su seno.
Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso
de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados,
cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros
de jornadas que me separarían de aquel eclipse de mi patria.
Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de aire
nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que
me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a
los montañeses algunas monedas de recompensa por las Canciones,
por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los lechos,
vale decir, por el inesperado amparo que nos salio al encuentro, ellos
rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían
servido y nada mas. Y en ese "nada más", en ese silencioso
nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez el
reconocimiento, tal vez los mismos sueños.
Señoras y señores:
Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición
de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo,
modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mi alguna gota
de supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos
sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta
ocasión y en este sitio tan diferente al acontecido, es porque
en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la aseveración
necesaria, la formula que me aguardaba, no para endurecerse en mis
palabras sino para explicarme a mi mismo.
En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la
formación del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones
de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción
pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y
la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de
uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación
de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo esta sostenido
-el hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesía-
en una comunidad cada vez mas extensa, en un ejercicio que integrara
para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de
tal manera los une y los confunde. Y digo de igual modo que no se,
después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí
al cruzar un río vertiginoso, al bailar alrededor del cráneo
de una vaca, al bañar mi piel en el agua mas purificadora de
las mas altas regiones, digo que no se si aquello salía de
mi mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o
era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia
o emplazamiento. No se si aquello lo escribí o lo viví,
no se si fueron verdad o poesía, transición o eternidad
los versos que experimente en aquel momento, las experiencias que
cante mas tarde.
De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe
aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable.
Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación
de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza,
la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico
en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas
en esa danza o en esa canción están consumados, los
mas antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres
y de creer en un destino común.
Es verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario,
sin posible participación en la mesa común de la amistad
y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones
y las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después
de todo, ningún poeta administro la poesía, y si alguno
de ellos se detuvo a acusar a sus semejantes, o si otro pensó
que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones
razonables o absurdas, mi convicción es que solo la vanidad
es capaz de desviarnos hasta tales extremos. Digo que los enemigos
de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan,
sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que ningún
poeta tenga mas enemigo esencial que su propia incapacidad para entenderse
con los mas ignorados y explotados de sus contemporáneos; y
esto rige para todas las épocas y para todas las tierras.
El poeta no es un "pequeño dios". No esta signado
por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros
menesteres y oficios. A menudo exprese que el mejor poeta es el hombre
que nos entrega el pan de cada día: el panadero más
próximo, que no se cree dios. El cumple su majestuosa y humilde
faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día,
con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar
esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia
convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción
simple o complicada, que es la construcción de la sociedad,
la transformación de las condiciones que rodean al hombre,
la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueño.
Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada
uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación
y su ternura al trabajo común de cada día y de todos
los hombres, el poeta tomara parte en el sudor, en el pan, en el vino,
en el sueño de la humanidad entera. Solo por ese camino de
ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el
anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que
le vamos recortando en cada época nosotros mismos.
Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades
que repetidas veces me llevaron al error, unos y otras no me permitieron
-ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar
lo que se llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura.
Pero si me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando
los fantasmas de nuestra propia mitificación. De la argamasa
de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen mas adelante los impedimentos
de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente
conducidos a la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia
directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación,
y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una
limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir
la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que
posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las
construcciones, sin que por ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos
como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos
a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para
unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si suprimimos
la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto
rodeados de un terreno imposible, de un tembladeral de hojas, de barro,
de nubes, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación
opresiva.
En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión
americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar este espacio
enorme con seres de carne y hueso. Somos concientes de nuestra obligación
de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber
de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por
deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores- sentimos
también el compromiso de recobrar los antiguos sueños
que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos
destruidos, en los anchos silencios de las pampas planetarias, de
selvas espesas, de ríos que cantan como truenos. Necesitamos
colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga
esta tarea de fabular y nombrara. Tal vez esa sea la razón
determinante de mi humilde caso individual; y en esa circunstancia
mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían
a ser sino actos, los mas simples, del menester americano de cada
día. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto
palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento
útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiro a servir en
el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos,
o como fragmentos de piedra o de madera en que alguien, otros los
que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.
Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error,
hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud
dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también
humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos,
solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido
en el escenario de las luchas de América, que mi misión
humana no era otra que sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo
organizado, agregarme con sangre y alma; con pasión y esperanza,
porque solo de esa henchida torrente pueden nacer los cambios necesarios
a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara
o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo
otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países,
si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones
de hombres que aun no han aprendido a leernos ni a leer, que todavia
no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de
la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.
Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo
de siglos, pueblos los más edenicos, los más puros,
los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas
de fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos
por las épocas terribles del colonialismo que aun existe.
Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero
no hay ni lucha ni esperanza solitarias. En todo hombre se juntan
las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones,
las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero
¿qué seria de mi si yo, por ejemplo, hubiera contribuido
al gran pasado feudal del continente americano? ¿Cómo
podría levantar yo la frente, iluminada por el honor que Suecia
me ha otorgado, si no me sintiera orgullosos de haber tomado una mínima
parte en la transformación actual de mi país?. Hay que
mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad,
a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender
que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y
de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.
Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad
compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo
como sol central del sistema, preferí entregar con humildad
mi servicio a un considerable ejercito que a trechos puede equivocarse,
pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose
tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados
impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no solo me indicaban
la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor
y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas
tareas humanas que incorpore a mi poesía.
Hace hoy cien años exactos, un pobre y esplendido poeta, el
más atroz de los desesperados, escribió esta profecía:
A l'aurore, armés d'une ardente patience, nous entrerons aux
splendides Villes. (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia,
entraremos a las esplendidas ciudades).
Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de
una oscura provincia, de un país separado de todos los otros
por la tajante geografía. Fui el mas abandonado de los poetas
y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre
confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza.
Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía,
y también con mi bandera.
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad,
a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado
en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos
la esplendida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos
los hombres.
Así la poesía no habrá cantado en vano.