Miércoles 28 de mayo de 1997
Un santo que reía a las puertas del infierno
Wenceslao Triana
Cuando alguien muere, los humanos solemos revisar los recuerdos que nos quedan de ese alguien, encontrarles sentidos adicionales y pasarles una imaginaria capa de fijador para que el tiempo no consiga borrarlos.
Eso ha sucedido en estos días con todos los que fuimos testigos conscientes de la vida tortuosa que eligió ese poeta al que un carro fantasma dio muerte cuando apenas clareaba el jueves pasado.
Muchos tuvimos que ver de cerca o de lejos con ese hombre que dolía y aterraba como una enfermedad.
Para muchos su aspecto sucio, su sonrisa desdentada, sus cabellos amarillos de los últimos días, su amabilidad o su agresividad imprevisibles, la terrible y dolorosa libertad que había conquistado a través de la indigencia, serán difíciles de olvidar.
Personalmente, no podré dejar de recordar esa mezcla de vértigo y vergüenza, ese pavor primitivo que sentía cada vez que lo veía.
Nunca me golpeo. Nunca me persiguió. Nunca apagó cigarrillos sobre mí.
Nunca me arrojó agua o café para poner en evidencia el servilismo y la vulnerabilidad que nos ponemos con nuestro vestuario.
La única vez que me crucé ineludiblemente con él me saludó con una sonriente reverencia.
Pero siempre me inquietó el mensaje que - quizá a pesar suyo - dibujaba con sus actos, la denuncia a ese andamiaje de mentiras que somos los ciudadanos compuestos y responsables.
Puesto a repasar los recuerdos que me quedan de ese hombre, ahora sé que jamás olvidaré un
par de veces que lo vi y me estremeció hasta una locura pasajera pero próxima a su perenne lucidez.
Una de ellas ocurrió en un lugar propenso a lo sobrenatural: la encrucijada donde están el Hotel Santa Clara, la muralla y la casa de Gabriel García Márquez.
El poeta cruzaba la calle en dirección a la muralla en un estado lamentable: sucio, temblando de frío bajo un sol ardiente, delirando y hablando consigo mismo.
Era la única persona en el lugar, salvo aquel que lo miraba desde lejos.
Me pregunté y me pregunto muchas cosas al recordar la imagen de ese escritor cuando subía la rampa de la muralla, descalzo, frenético, perdido, frente a la mansión fortificada de otro escritor.
Me pregunté, entre otras cosas, y sigo preguntándomelo, cuál de los dos destinos es peor, cuál se encuentra más lejos de la vida.
La otra vez que lo vi y me conmovió fue hace cerca de dos meses.
También estaba en ruinas, también deliraba, reía, hablaba con un grupo de fantasmas.
Pero lo más aterrador de aquella imagen es que estaba sentado justo encima de una enorme cañería repleta de basuras encendidas.
Era un domingo.
Las calles estaban también vacías.
|